05 enero 2011

Cruz de los Jóvenes, por Antonio Matilla

La Cruz de los Jóvenes, llegada de Segovia vía Cantalapiedra, está entre nosotros. El Papa Juan Pablo II la entregó a los jóvenes que participaron en la 1ª Jornada Mundial de la Juventud, allá por 1984 en Roma. En 2003 les regaló también el icono de María para que ambos signos acompañaran a los peregrinos de las siguientes JMJ. Y así, las manos de los jóvenes la llevaron a Buenos Aires, Santiago de Compostela, Czestochowa, Denver, Manila, París, de nuevo a Roma, Toronto, Colonia y Sydney. Los jóvenes peregrinos conviven con los cristianos de las distintas diócesis y luego todos confluyen en la que acoge los actos centrales de la JMJ, en nuestro caso Madrid. Como anticipo de la experiencia que viviremos en el próximo agosto, la Cruz está ahora en Salamanca, que espera la llegada de tres mil jóvenes peregrinos.

Todos estos jóvenes se han esforzado en tratarla con mimo, pero mirándola de cerca, está llena de rozaduras porque en estos años se han acercado a ella jóvenes que vivieron las guerras del Líbano y de Irak, las masacres de Darfur y del Congo, entre otros desastres humanos. Antes de llegar trae ya varias señales de nuestros jóvenes: el desconchón de la muerte de Víctor, fallecido a los 18 años mientras esperaba, rodeado de amigos, un trasplante de pulmón; desde el lunes pasado lleva también una gota de la sangre de Irene, de dos años de edad, fallecida en accidente de tráfico mientras su joven padre, David, arriesgaba la vida en Afganistán y su madre, Beatriz, se hacía la fuerte junto a la UCI, acompañada también por amigos, jóvenes soldados acostumbrados al riesgo y scouts habituados a ayudar a crecer a los niños, no a verlos muertos. Juntos han sentido el misterio. Y los raspones del paro juvenil, de jóvenes que viven en familias rotas, de vidas juveniles esforzadas que no encuentran salida en ese monstruo nuevo, el mercado de trabajo. Los cristianos no volvemos la vista ante el sufrimiento, ni escondemos la cabeza debajo del ala porque de la Cruz, del costado del Crucificado – Dios que comparte todo nuestro dolor- brotan torrentes de agua viva.
Antonio Matilla, sacerdote

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