05 enero 2011

Nuestro campo es el mundo, por José Luis Restán

No es asunto sólo de España, aunque aquí lo estemos viviendo con inquietante vigor. Cuando la hostilidad aprieta sale a relucir lo mejor de la cosecha de la Iglesia, pero también se incuban algunos de sus oscuros fantasmas. Curiosa paradoja que describió con tiralíneas el llorado Henri de Lubac en su prodigiosa Meditation sur l’Eglise.
Seis años de política laicista agresiva y discurso cultural contra la tradición cristiana nos han podido servir para profundizar en la fuente de nuestra fe, nos han podido señalar dónde radica la esperanza que no defrauda y cuál es la victoria cotidiana que ningún poder nos puede arrebatar. Nos han podido hacer más humildes y sencillos, más creativos a la hora de la misión. Pero también nos han podido encerrar en el laberinto de nuestras propias ilusiones, nos han podido encastillar en la ciudadela asediada, han podido cultivar en nosotros una suerte de humor pendenciero y una dialéctica de combate que conducen inevitablemente a la esterilidad y la amargura. Depende de la razón, nutrida y purificada por la fe o autosuficiente incluso cuando se proclama tan católica. Y de la libertad, educada y verificada en la pertenencia a la Iglesia o entendida como coartada para nuestro propio proyecto, aunque se titule eclesial, por supuesto.

Para un cristiano las circunstancias son siempre parte esencial de su vocación. Así que estas duras circunstancias del zapaterismo, del escarnio cultural de la fe y de la creciente condición de minoría de los cristianos en Occidente no son cosas de las que podamos abominar sin más. Conforman más bien un desafío formidable que debería estimularnos como aquel campo de escasos operarios del que habla Jesús en el Evangelio: nuestro campo es el mundo. Por eso es triste comprobar que algunos hagan coincidir la respuesta a este desafío con la cerrazón mental y la rigidez de espíritu, con el apretar los dientes y cerrar las filas. Todo esto tiene muy poco que ver con la confesión heroica de nuestros mártires, con las epopeyas de nuestros misioneros o la grandeza de nuestros Doctores.
“Éste es un momento que exige lo mejor de nuestras fuerzas, audacia profética… y «mostrar al mundo nuevos mundos»”. Así ha hablado recientemente Benedicto XVI, el Papa al que algunos aplauden sin leer y del que algunos murmuran aunque lo aplaudan. En su encuentro con los intelectuales en Portugal nos recordaba que el Concilio Vaticano II se celebró con el fin de “infundir en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio”. Pero hacerlo no consiste simplemente en tocar las trompetas como en Jericó, esperando que la muralla caiga. Exige paciencia, esfuerzo, reflexión, y sobre todo amor. Ese amor por el corazón doliente y extraviado del hombre actual, que brilla por su ausencia en algunas proclamas autodenominadas “católicas”. Las mismas que en su soberbia levantan el dedo acusador hacia quienes tienen la dura encomienda de guiar al pueblo, porque según su estrecha medida son timoratos y poco claros a la hora de custodiar la fe. Triste, añejo y suicida, suena todo ello.
La sacrosanta tarea de custodiar la identidad católica jamás coincide con ese espíritu pendenciero y amargo que tan genialmente retrató De Lubac, sencillamente porque lo había sufrido en sus carnes. Y es que la identidad católica no es un mineral, sino una vida que nace del sí razonable y libremente otorgado a Cristo. No al Cristo que podamos construir en nuestra imaginación (se incline ésta al progresismo o al conservadurismo) sino al Señor resucitado que se hace presente a través de la carne concreta de la Iglesia, conducida por Pedro y sus sucesores. Pobre y rácana identidad si para asegurarla tuviéramos que preservarla del viento y de la lluvia, si hubiésemos de encerrarla en una torre de marfil. Por el contrario la fe se pone en juego en cada circunstancia de la vida para que verifiquemos de nuevo que era cierto lo que un día confió Jesús a los apóstoles: si me seguís tendréis aquí el ciento por uno (con persecuciones) y la vida eterna. Por eso, como decía Mounier, es preciso vivir la fe al aire libre, que es muy distinto de “vivirla por libre”.
No es tiempo para levantar una nueva Línea Maginot, sino tiempo para la misión. No podemos limitarnos a lo que ya tenemos, o creemos tener, como propio y seguro: sería una muerte anunciada, por lo que se refiere a la presencia de la Iglesia en el mundo. El diagnóstico, demoledor, es una vez más de Benedicto XVI. Por el contrario, resuena de nuevo el imperativo incómodo de aquel pescador de Galilea: estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere. Y como dice el Papa, todos al final nos la piden, incluso los que parece que no lo hacen. Pero hay que saber escucharlos, hay que aguantar el tirón, hay que amar esta ciudad que nos parece hosca y amenazante, pero que es la nuestra.
Por lo demás, la Iglesia está siempre deshaciéndose y reconstruyéndose, está siempre aprendiendo de nuevo cómo estar presente, cómo hablar a los hombres de cada generación. Y para eso se arriesga (y a veces se equivoca) como cuerpo vivo que es. Para eso genera nuevas formas de vida cristiana y crea nuevas obras de caridad y de cultura, para mostrar la verdad y la belleza del Resucitado, para “mostrar al mundo nuevos mundos”. Una experiencia genuinamente católica no se encierra ni se acobarda, como tampoco se diluye ni se entrega. Tiene que detenerse a mirar el campo para descubrir cuanto crece en él, sin establecer previamente quién acogerá y quién rechazará la invitación. Y como dice bellísimamente el Papa, ante los grandes problemas que nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo que nos anima: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo”. Si no, esta historia hubiese concluido hace ya tiempo.

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