05 julio 2012

“Si eres creyente, ¡cállate!”, por José Ríos


Hace unos meses, Le Monde publicó un libro con el título de El Atlas de las Mundializaciones, en el que colaboran cerca de un centenar de especialistas de todos los campos posibles, desde el antropólogo hasta el lingüístico, pasando naturalmente por la sociología o diversas ramas de las ciencias experimentales.
El tema no puede ser de mayor actualidad. La crisis económica iniciada en agosto de 2007 ha evidenciado la interconexión global de la economía y la política, como antes lo hizo el boom de internet y las redes sociales. “¿Cuál es el futuro que nos espera? ¿Qué tipo de mundialización vamos a conocer en las próximas décadas?”, se pregunta en el prefacio Laurent Greilsamer en nombre del diario francés.
El Atlas incluye, naturalmente, un compendio de aquellos agentes que van a protagonizar el desarrollo futuro de la mundialización. Les llama “los futuros actores mundiales” y son las organizaciones internacionales, las ONG, los estudiantes cosmopolitas, las redes sociales y las religiones.
El hecho de que se contemple a las religiones como un actor mundial de primera magnitud en la configuración del nuevo orden mundial no deja de ser llamativo. Sobre todo, viniendo del diario de mayor prestigio de Francia, un país con un Estado estrictamente laico en donde el debate religioso ha sido paulatinamente postergado al ámbito privado.  

El prestigioso instituto de prospectiva sociológica Futuribles International, que dentro del “Sistema Vigía” elabora informes anuales sobre tendencias mundiales en diversas materias, asumía en el correspondiente al 2010 que entre 1970 y 2050 la población mundial que mantendrá la fe en algún tipo de religión, se multiplicará por 2,5 veces, impidiendo un incremento significativo de aquellos que se denominan ateos o agnósticos. En particular, para el 2050 las estimaciones realizadas prevén que los cristianos alcancen la cifra de  3.207 millones. La segunda gran religión, el Islam, sumará 2.227 millones.
Para quienes sostienen que la Modernidad se sustenta en el conocimiento científico como algo sustancialmente incompatible con la religión, este fenómeno constituye una auténtica paradoja. En medio de los grandes avances científicos, no parece que los creyentes estén disminuyendo como para ellos era de esperar. Y, en efecto, la religión se convertirá en un gran agente de mundialización.
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¿Han fracaso, pues, los intensos intentos de secularización de la Humanidad?
El pensador británico Paul Johnson (Tiempos Modernos) asevera que “El hecho más destacado de los tiempos modernos fue que la creencia religiosa no desapareciera. Para muchos millones de individuos, sobre todo en las naciones avanzadas, la religión dejó de representar un papel importante, y hasta cualquier papel en su vida, y el modo en que se llenó este vacío, a través del fascismo, del nazismo y el comunismo, los intentos de utopismo humanista, la eugenesia o la política sanitaria, las ideologías de la liberación sexual, la política racial y la política ambiental, forman gran parte de la sustancia de la historia de nuestro siglo. Pero para muchos millones más –para la verdadera mayoría de la raza humana- la religión continuó siendo una enorme dimensión de su existencia”.
Para Samuel Eisenstadt, en Multiple Modernities, “estamos viviendo una modernidad inesperada de la que el retroceso de la secularización forma parte importante”. Atrás, muy atrás, quedó aquella célebre cita de Simon Blackburn en su estudio de La República de Platón: "las religiones son filosofías fosilizadas".
La secularización nace en el mismo proceso de la Ilustración, como hemos tenido ocasión de ver. Entonces, los ateos, que habían existido siempre, comienzan a proyectar un fenómeno –esta vez sí novedoso- de odium religiosum. Algunos ateos se convertían en ateístas beligerantes o, como yo los denomino, en negacionistas. Ya no se trataba de no creer como acto volitivo, sino de construir una sociedad sin creencia.
A finales del siglo XIX y primer tercio del siglo XX, la práctica totalidad de quienes se ocupaban de una incipiente sociología (de cualquier raíz y tendencia) predecían la secularización de la sociedad moderna. Los principales precursores de la denominada secularización “fuerte”, Marx y Comte, consideraban inevitable la desaparición del “hecho religioso” al toparse con los procesos portadores de modernidad, como la ciencia, la industria, el desarrollo del capitalismo, etc.
No es de extrañar, por tanto, que coincidiendo en el tiempo, comenzara a extenderse la polémica tesis de "guerra entre religión y ciencia", como vimos en el último post.

A su vez, otra tendencia, la de la secularización “débil”, representada por Durkheim y Weber, entendían que la pérdida de plausibilidad de la religión resultaría mediata de procesos identitarios de la modernidad, tales como la diferenciación, la racionalización, la relativización o la desmitificación.
Pero, a fin de cuentas, Feuerbach, Marx, Durkheim, Fraser, Lenin, Wells, Nietzsche, Sbaw, Gide, Sartre y un sinfín de egregios sabios han demostrado que, en el fondo, no sabían muy bien de lo que hablaban. El experimento más radical de ingeniería social de tratar de extirpar la religión en la sociedad lo constituyñó el modelo comunista, durante buena parte del siglo XX. El resultado lo conocemos bien Se saldó con la caída del Muro de Berlín y con que la fe cristiana “ha sido fervientemente retomada por muchos ciudadanos de la antigua Unión Soviética, después de décadas de represión de la Iglesia por parte de los dirigentes” (en palabras de Anthony Guiddens, sociólogo e intelectual de cabecera del laborista Tony Blair, en su manual Sociología).
No es ya que, por citar algunos hitos, Juan Pablo II reuniera en Czestochowa (Polonia), aún durante el régimen comunista, a la multitud humana más considerable de toda la historia, cerca de 3,5 millones de personas (Annuario Ufficiale, 1978); es que, según el instituto norteamericano Pew Forum, en China la población cristiana ha aumentado de forma rápida en los últimos lustros, hasta alcanzar hoy los 85 millones de practicantes, a pesar de los denodados esfuerzos en contra de las autoridades ateas de Pekín y el todopoderoso Partido Comunista.
Se ha argumentado que los creyentes únicamente aumentan en sociedades atrasadas, en países en vías de desarrollo. Ponen como ejemplo naciones secularizadas “tan avanzadas” como Japón o algunos países nórdicos, olvidando datos como que las mayores tasas de suicidio se suelen producir en países que han sufrido fuertes presiones secularistas, como puede observarse en esta tabla de la OMS, mientras que las más bajas por lo general se corresponden con países de tradición católica; algo que, por otro lado, ya había advertido a finales del XIX el propio Durkheim.
Sin embargo, en Estados Unidos, según Roof y McKinney a partir de datos periódicos demoscópicos de Gallup, la secularización brilla por su escasez de resultados. Tres de cada cuatro norteamericanos afirman que la religión es “muy importante” en sus vidas y aproximadamente el 40% acude semanalmente a su iglesia. El 52% de la población se declara protestante, el 24% católica y siete de cada diez afirman creen en el más allá.
En Europa occidental, el número de creyentes no sólo no disminuye, sino que el Eurobarómetro comienza a registrar ligeras pero apreciables incrementos en las tasas. Y esto se da incluso si prescindimos de la población inmigrante procedente de áreas musulmanas o de Latino América. En Suecia o Noruega, sin ir más lejos, se incrementa el porcentaje de lo que se ha dado en denominar “creyentes sin pertenencia”.
Pero más importante que todo esto es un factor, del que nos habla el politólogo Oliver Roy, cuando dice que “las religiones ya no se producen a partir de una civilización determinada, sino según paradigmas como el individualismo, la importancia de realizarse a uno mismo, de la salvación y de la fe, en detrimento de las adhesiones puramente identitarias”. Es decir, que pierde importancia el factor de “soy católico porque he nacido en un país culturalmente católico”, en beneficio de una fe más auténtica y genuina. En este sentido, la mundialización religiosa debe entenderse como la extensión de un fenómeno de fe por todo el mundo, algo que –por otra parte- está en el propio ADN del cristianismo.
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Tan temprano como en 1969, un profesor de sociología de Oxford, David Martin, al hablar de la secularización, señalaba que “el concepto entero parece un instrumento de las ideologías antirreligiosas” (The Religion and the Secular).
 
Ciertamente, la secularización no es un proceso social evolutivo (una “generación espontánea” utilizando el concepto que acuñara el liberal F. Hayek), sino que se corresponde con una labor proactiva de quienes la postulan. Una labor que requiere inteligencia, planificación y medios para alcanzar sus fines. Pero que, a la postre, se da de bruces con la propia realidad del hombre, que intuye en lo más íntimo a Dios y se niega a desprenderse de esa “idea”.
La evidencia empírica y pertinaz del fracaso estrepitoso de las predicciones secularistas, la paradoja de la que hemos hablado más arriba, puesta de manifiesto a partir de los años ochenta del pasado siglo, ha traído consigo un redoble histriónico de los esfuerzos en esas “ideologías antirreligiosas”.
El discurso de este redoble de tambores (Dawkins, Dennet, E. O. Wilson, Sam Harris y Hitchens, entre otros de acutalidad), más allá de grotescos autobuses ateos y burdos documentales propagandísticos como Religiolous oZeitgeist, tiene una serie de hilos argumentales bastante bien definidos e indentificables, entre los cuales destaco tres:
·       La religión es una reminiscencia de una edad superada por el hombre; y es la causante de numerosos males que aquejan a la Humanidad (guerras, represión sexual, prejuicios sociales o raciales, etc.) Es, además, un "invento humano" nacido de nuestro cerebro y, en ocasiones, un trastorno mental.
·       La ciencia es total y absolutamente incompatible con la fe. Si la Iglesia católica acepta una cierta “tolerancia” con la ciencia es sólo como táctica para no ser aplastada por la evidencia empírica, pero tratará por todos los medios de limitar el avance científico basándose en prejuicios morales o de otro tipo. De ahí que cualquier diálogo ciencia-fe sea un error para la ciencia (y de ahí los ataques a líneas conciliadoras como las de Michael Ruse, Own Gingerich o Stephen Jay Gould).
·       Para promover “sociedades verdaderamente libres” es imprescindible promover políticas de “tolerancia negativa”, es decir: la fe religiosa es tolerable en la medida en que quede reducida al ámbito privado y doméstico del creyente, mientras que el espacio público, el ágora donde se hace sociedad, debe quedar ajeno a cuestiones directa o indirectamente relacionadas con la moral religiosa. “Si eres creyente, ¡cállate!”.
Precisamente por ello, es imprescindible, a mi juicio, que los católicos estemos dispuestos a un debate público (nunca privado) sobre estas líneas discursivas propuestas en el argumentario secularista. Lo contrario sería tanto como aceptar que los ideólogos de la ingeniería social tienen razón. Es un debate desde, por y para la libertad.
“Porque soy creyente, ¡no me callo!”.
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