29 marzo 2013

La pasión según Emmerick

Aunque su elemento más destacado es la cruda y detallada descripción del suplicio, su valor va más allá.


Los relatos evangélicos son muy escuetos al relatar la crueldad del tormento infligido a Jesucristo, quizá porque, escritos a los pocos años de su muerte, se dirigen a un público que los había visto aplicados en Él o en otros, y no precisaba mayor detalle. De ahí el valor de las visiones de la Beata Ana Catalina Emmerick, publicadas en 1833 bajo el título La amarga Pasión de Cristo. Aunque su elemento más destacado es la cruda y detallada descripción del suplicio, su valor va más allá. La riqueza de las descripciones, la penetración psicológica de los personajes y la abundancia de matices nos acercan de forma vívida e intensa al momento mismo de la oblación del Hijo de Dios.
Fue precedida por la institución del sacramento de la Eucaristía, con las puertas cerradas, Jesús entre Pedro y Juan y un ambiente "misterioso y solemne" en el que el Salvador instruyó a los Apóstoles para decir misa y preparar el crisma y los santos óleos. Luego consagró el pan, “que se precipitaba en la boca de los Apóstoles como un cuerpo de luz”, y el vino, del que todos bebieron.

Figuras horriblesTambién Judas. El traidor tuvo sentado junto a los pies, durante toda la cena, un pequeño monstruo rojo “que a veces le subía hasta el corazón”, y Ana Catalina vio a tres demonios a su alrededor cuando abandonó la estancia. Fue el único que permaneció en tinieblas.
La oración del huerto duró varias horas. Cristo la hizo en una cueva, rodeado de “un amplio círculo de figuras horribles que se le acercaban y le estrechaban cada vez más”, imágenes de la fealdad interior de todos los pecados del mundo que cargaba sobre sí. En ese momento se ofreció como víctima por todos ellos. Aprovechando la debilidad de su “alma vacilante”, Satanás, que ignoraba estar ante el Hijo de Dios, “lo tentaba como a un incomprensible ser humano justísimo”, reprochándole inexistentes culpas.
En una segunda agonía sudó sangre, al revelarle “el dolor que causarían las herramientas de la Pasión” unos ángeles que le mostraron también el infinito valor expiatorio de ese dolor. Gritó y gimió, despertando a Pedro, a Santiago y a Juan, quienes tuvieron que sostenerle, exhausto y herido.
El prendimiento lo ejecutaron veinte hombres, además de algunos sacerdotes, fariseos y saduceos, todos guiados por Judas. Le ataron con “cuerdas nuevas y cortantes” y un ceñidor de pinchos para la cintura, “y apretaron firme y despiadadamente”.
Jesús iba descalzo, y Ana Catalina describe una escena de crueldad en la que es arrojado por un puente. Al caer, milagrosamente dejó la huella de sus rodillas, pies, codos y dedos sobre una roca que conservarían y venerarían los cristianos.
El golpe del sayón ante Anás fue propinado con un guante de hierro, que le hizo crujir la boca y lo lanzó al suelo. Ante Caifás, un “mozo siniestro” le apretó con el pulgar el labio inferior contra los dientes, y otros le arrancaban mechones de pelo de la cabeza y la barba. Cuando Cristo proclamó ante el sumo sacerdote que era el Hijo de Dios, la vidente vio toda la casa como revuelta desde el infierno, asustado ante Él.
Convertido en un mero juguete para los peores instintos de la chusma, a Jesús le sujetaron aún más con una pesada cadena de hierro y le frotaron por el rostro “las repugnantes boñigas de unas mulas asquerosas”.
Medio borrachos
También vaciaron sobre su cabeza un bacín con aguas de letrina, burlándose del Redentor considerando los excrementos como óleos y ungüentos. Entonces le taparon el rostro, dice la religiosa, porque una vez confesó su divinidad, “el sumo sacerdote no podía sostener su mirada”.
Tras pasar por la mazmorra, donde fue atado de forma que no pudiese descansar, fue conducido ante Pilatos. El romano se llenó de asco y desprecio hacia los dirigentes de los judíos al comprobar la intensidad del maltrato y la dignidad inmarcesible del maltratado, en actitud similar a la de Herodes. Pero éste le entregó a las turbas, dejando que unas doscientas personas se cebaran con Él, recibiendo golpes en la cabeza que en sí mismos eran mortales. Y aquél lo mandó flagelar.
Cumplieron el castigo un grupo de viles malhechores “medio borrachos”, con algo de bestial y diabólico en su carácter. “Aparta de mí tus ojos”, le dijo Jesús a la Virgen antes de comenzar el tormento. María cayó desvanecida.
Primero fue azotado con varas de madera blanca resistente o nervios de buey tiesos, luego con tiras de pinchos y botones, por último con ganchos “que arrancaban de las costillas trozos de piel o carne”. Uno de los esbirros reservó un azote más fino para la cara. Así, durante tres cuartos de hora, por delante y por detrás.
La corona que le impusieron tenía espinas de tres tipos, orientadas hacia dentro, y dos palmos de alto. Era pesada. Una vez puesta, la golpearon con la caña, remedo de cetro, y se le llenaron los ojos de sangre. Con un espasmo en la lengua, sediento y tiritando por la fiebre, “aquellos seres horribles tomaron su boca como objetivo de sus heces asquerosas”.
Ya sentenciado a muerte, Jesús abrazó y besó tres veces la cruz, que le fue arrojada al suelo para que la cargase hasta el Gólgota. Lo hizo con un brazo, mientras con la otra mano pugnaba por levantarse la túnica, que le estorbaba para caminar, y pugnaba contra el estorbo insoportable de la corona.
Uno de los verdugos reconoció a la Virgen, y le mostró, desafiante y burlón, los clavos que llevaba en la mano. Ella se derrumbó, “medio muerta”, y sus rodillas y manos quedaron marcadas en la piedra, que Santiago el Menor, siendo obispo de Jerusalén, llevó a la primera iglesia católica, en el estanque de Betesda.
Cuando Simón ayudó a Cristo a llevar la cruz, lo hizo venciendo una gran repugnancia, por sus llagas y por los excrementos que ensuciaban sus ropajes, pero “no llevó la cruz mucho tiempo detrás de Jesús sin que le sobrecogiera una honda emoción”.
En forma de Y griega
Jesús cayó hasta siete veces en el camino, y al llegar al Gólgota le arrojaron en una bodega cerrada para preparar la cruz. A punto estuvieron de romperse sus rodillas al caer en esa última prisión: “Escuché su quejido alto y claro”, dice Ana Catalina.
La crucifixión iba a hacerse con el Señor desnudo. Pero entonces intervino Jonadab, sobrino de San José, que “no era un amigo decidido de Jesús” pero se encolerizó al saber que también le habían flagelado sin respetar ni su más íntimo pudor. Jonadab corrió hasta el Calvario y consiguió que los verdugos permitiesen cubrir a su primo.
La cruz que describe Emmerick tiene forma de Y griega. La visión de los clavos "estremeció a Jesús", y atravesaron la madera sujetándole por “la parte más gruesa de la mano”. La descripción de cómo se le clavaron los pies es atroz, pues el estiramiento de los brazos le había subido las rodillas y hubo que forzar las piernas incluso con cuerdas. Para que los clavos no terminaran saltando, le ataron también los brazos y el pecho.
El esfuerzo de las palabras desde la Cruz fue lo que le terminó matando, ante el dolor de María, de Juan, de Magdalena... Pero "dentro de su dolor indecible, a la Santísima Virgen le animaba una voluntad muy firme": preparar el cuerpo de su Hijo para el enterramiento, labor que Ana Catalina describe con una minuciosidad que emociona.
Fue el preludio del reencuentro feliz, tras la Resurrección, del hijo redentor y de la madre corredentora.
http://www.intereconomia.com/noticias-gaceta/cultura/pasion-segun-emmerick-20130324

No hay comentarios:

Publicar un comentario